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En el capítulo anterior de la tablilla X de la serie Gilgamesh, pudimos ver el encuentro entre Ziusudra y el rey de Uruk. Así que la conversación entre Gilgamesh y Ziusudra (Utnapishtim o Atrahasis) continuó en la tablilla XI. Urshanabi escuchó de cerca, mientras la esposa de Ziusudra cuidaba de la casa y el jardín. Gilgamesh observó que Ziusudra no tenía un aspecto diferente al suyo, lo que significaba que la inmortalidad no era visible. También dejó claro que había pensado en atacar a Ziusudra, quien lo superaba en título y edad, pero que el aura que desprendía le impidió hacerlo.
Al fin, le preguntó cómo había conseguido la vida eterna. El anciano e inmortal hombre le contó a Gilgamesh una historia que nunca había contado desde el día en que sucedió. Una historia tan importante que se consideraba un misterio divino, un secreto sagrado que no muchos tendrían la oportunidad de escuchar. Ziusudra recordó sus orígenes de rey como Lugal de Shuruppak, una ciudad que seguía activa y que el rey de Uruk conocía muy bien.
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El mito del diluvio
Enki y Ziusudra
Enlil había intentado aniquilar a la raza humana con un enorme diluvio, y casi todos los dioses sumerios hicieron un juramento con el que apoyaban esa decisión. An (Anu), el padre de todos los dioses, fue una de esas deidades que apoyaba la extinción humana; igual que lo fueron Ninurta y Ennugi, divinidades menores en la jerarquía del panteón sumerio. Pero uno de los dioses recitó su juramento de una manera muy peculiar.
El sabio y poderoso Enki (Ea) repitió el juramento en una barrera de juncos; una zona que delimitaba los dominios de Ziusudra. Enki le dijo varias cosas al rey de Shuruppak, heredero al trono que una vez ocupó su padre Ubartutu: le pidió que derribara su palacio y utilizara sus ruinas para construir un enorme barco. Ziusudra debía dejar atrás todas sus riquezas terrenales y traer consigo semillas de todos los seres vivientes: en otras palabras, dos ejemplares de cada animal y plantas que pudiera conseguir.
Dispuesto a servir a los dioses, Ziusudra le preguntó qué debería decirles a los ancianos y ciudadanos de Shuruppak. Enki tenía una solución. Ziusudra tendría que declarar que Enlil lo odiaba y que no tenía otra opción aparte de mudarse al Abzu con Enki. Una vez dicha esa mentira, Enki traería una lluvia abundante para los campos de cultivo de Shuruppak, además de una gran cantidad de aves y peces, generosas cosechas, lluvias de pan por la mañana y torrentes de trigo por la tarde.
Construyendo el arca
Esa misma mañana, Ziusudra reunió a unos cuantos trabajadores. Llegaron carpinteros con hachas, recolectores de juncos con piedras, constructores navales con sus herramientas, etc. Tanto jóvenes como viejos participaron en la tarea, así como ricos y pobres, todos con distintas funciones según su estatus social y su edad. Cinco días después, el casco del enorme barco estaba terminado: medía un acre de largo y diez varas de alto, con lo que era un perfecto cubo gigante.
Ziusudra colocó un techo encima y después procedió a dividir el interior en varios compartimentos y secciones. Usó alquitrán y aceite para juntar las piezas, pero conservó buena parte de esos materiales para almacenarlos en el barco. Muchos de sus hombres comieron las enormes cantidades de carne que Ziusudra extrajo de sus propios rebaños. También bebieron su alcohol sin descanso, en prodigiosas cantidades.
Cuando acabaron el trabajo, celebraron un banquete que podría hacerle sombra a los que se organizaban en las celebraciones de Año Nuevo. Mover el colosal barco fue todo un reto para los hombres. Lo empujaron con mucho cuidado hasta que dos tercios de la embarcación quedaron sobre el agua. Cuando llegó la hora que Enki había señalado, Ziusudra cargó cuanto pudo en el barco: sus riquezas, sus familiares y amigos íntimos, todo tipo de animales salvajes y domesticados, etc., y selló su escotilla.
El diluvio creado por los dioses
Puzur-Enlil, el hombre a cargo de sellar el barco, recibió el palacio de Ziusudra y todas sus mercancías como recompensa. Ziusudra se dio cuenta de que el clima estaba empeorando. Se avecinaban nubes de tormenta, cada vez más opacas y oscuras, el diluvio ya estaba llegando. Ishkur (Adad), el dios de las tormentas, hacía su trabajo. Los truenos caían por todas partes. Shullat y Hanish, guardas personales de Ishkur, se unieron a la destrucción. Nergal (Errakal) liberó la plaga y Ninurta ayudó a que los ríos se desbordaran.
Los anunnaki empuñaron antorchas en llamas, incendiándolo todo. Los vientos azotaron la tierra durante todo el día, hasta que llegó el Diluvio. Fue tan denso y oscuro que la gente no se distinguía ni se veía entre sí bajo la lluvia. El mundo quedó tan destruido que incluso los dioses se asustaron y buscaron refugio. Se escondieron todos en el palacio de An, donde Ninhursag (Aruru) lamentó que sus hijos estuvieran muriendo y lloró porque todos sus esfuerzos hubieran sido en vano.
Para Ninhursag, aquellos hombres eran sus hijos, y ahora estaban siendo aniquilados por la inundación. Otros dioses sollozaron junto a Ninhursag, sintiéndose cada vez más agitados y enfermos conforme el Diluvio causaba sus estragos. Se prolongó durante seis días y siete noches, tras los cuales remitió. La tierra quedó aplanada, con el aspecto de un enorme océano. Todo volvía a estar en calma. El sol brilló directo al rostro de Ziusudra, quien se puso de rodillas y empezó a llorar, dándole las gracias a Enki y a otros dioses por haber sobrevivido.
Tres pájaros
Divisó catorce pequeñas islas en el horizonte, pero su barco se había quedado encallado en la cima del monte Nimush (Nisir). Tras siete días de encallamiento, Ziusudra envió a una paloma en busca de tierra, pero regresó a él sin haber encontrado nada. La golondrina no tuvo mejor suerte que la paloma. No obstante, el cuervo sí la tuvo, pues cogió una ramita de un árbol con el pico y emprendió de nuevo el vuelo para no regresar. Para Ziusudra, esa fue la señal que necesitaba para desembarcar y abandonar su famosa arca.
En la orilla, el viejo rey hizo una ofrenda a los dioses: quemó incienso en la cima de una montaña y montó una mesa con comida. También quemó juncos y madera de cedro. Los dioses percibieron el agradable olor y descendieron para unirse al banquete. Ninhursag alzó el collar de lapislázuli que le había hecho su consorte, y pidió que nunca se olvidaran aquellos trágicos días. También le pidió a Enlil que no atendiera a la ofrenda, pues la idea de provocar un genocidio en la tierra con un Diluvio había sido suya.
Enlil y Enki: después del diluvio
Pero Enlil sí se presentó, y en cuanto vio a Ziusudra, gritó enfurecido al resto de los dioses. Lo había dicho bien claro: ningún hombre debía sobrevivir al Diluvio, y uno de los dioses debía ser responsable de su supervivencia. Ninurta acertó al sugerir que quizá había sido Enki, aunque esta deidad lo negó y le dijo a Enlil que inundar el mundo había sido una idea estúpida: cada crimen tenía un justo castigo, y según Enki, se debía aflojar cuando la cosa estaba apretada y apretar cuando estaba suelta.
Sugirió varias soluciones que habrían funcionado mejor que el Diluvio, como leones voraces, lobos, hambruna o una plaga. Sin embargo, Enki fue un tanto evasivo en cuanto al papel que había cumplido para salvar a Ziusudra. Afirmó que él solo había repetido el juramento junto a una barrera de juncos, donde Ziusudra lo oyó por casualidad, incluyendo los detalles del barco y demás. Ahora le correspondía a Enlil decidir qué haría con el pobre superviviente de su Diluvio.
Enlil, sin duda descontento por lo que acababa de oír, subió al enorme barco y se acercó a Ziusudra y su esposa. Les hizo ponerse de rodillas, les tocó la frente y los hizo inmortales, tras lo cual declaró que ahora eran equivalentes a los dioses. Sin embargo, había un precio. Deberían vivir alejados de todos los demás, en los confines del mundo conocido, donde los ríos fluían hacia arriba y no germinaba ninguna clase de vida. Fue en este momento de la historia cuando Ziusudra habló con Gilgamesh.
No te duermas Gilgamesh
Le preguntó con un tono irónico, quién avalaría su inmortalidad y cómo pensaba conseguir que todos los dioses importantes discutieran esa posibilidad. Considerando que Gilgamesh no era digno de la inmortalidad, le dijo que probara a no dormir durante siete noches y tal vez entonces podría pensar en vivir para siempre. Por supuesto, Gilgamesh aceptó. Y sabéis que pasó, el rey de Uruk se quedó dormido en cuanto se sentó. Ziusudra habló entonces con su esposa. Le pidió que despertara a aquel pobre desgraciado, pero mantuvo que los hombres son mentirosos por naturaleza y que, por ese mismo motivo, Gilgamesh intentaría mentirles en cuanto despertara.
Le pidió a su esposa que preparase un trozo de pan por cada día que Gilgamesh durmiese. Debería alinear dichos trozos de pan en la pared, junto a la cabeza del rey errante, e inscribir en ellos la fecha en que fueron horneados. Su esposa obedeció. El primer trozo de pan estaba seco; el segundo, gomoso como el cuero; el tercero, empapado; el cuarto emblanqueció, el quinto se puso gris debido al moho, el sexto estaba recién sacado del horno, y el séptimo seguía en el horno cuando Ziusudra tocó a Gilgamesh para despertarlo.
El rey de Uruk mintió y dijo que acababa de quedarse dormido cuando el hombre inmortal lo había tocado. Ziusudra se limitó a señalar los trozos de pan en el suelo y se los describió al vencido rey. Gilgamesh se desesperó. Cayendo de rodillas, lloró mientras murmuraba que la muerte acechaba en todas partes, incluso dentro de él. Quería acabar con todo, pues no había logrado cumplir su objetivo. Ziusudra no respondió. Se giró hacia el barquero Urshanabi y, como castigo por haber traído a Gilgamesh, le desterró para que jamás pudiera volver con él.
La planta de la juventud eterna
A continuación, ordenó al barquero que acompañara a Gilgamesh al baño, donde se lavaría el cabello y el cuerpo. Las pieles que vestía serían arrojadas al océano y se le darían nuevas vestiduras apropiadas para un rey. Así, Gilgamesh podría regresar a Uruk como el rey que era. Urshanabi obedeció, y pronto Gilgamesh volvió a lucir con su esplendor de siempre.
Cuando zarparon, la esposa de Ziusudra le pidió a su marido que le diera algún obsequio al rey por haber llegado tan lejos en su búsqueda. Gilgamesh, que no quería desperdiciar aquella oportunidad, giró el barco y regresó a la orilla de Ziusudra. El inmortal se puso de acuerdo con su esposa, y procedió entonces a revelarle a Gilgamesh otro secreto protegido por los dioses.
En el fondo del poderoso Abzu había una planta con el aspecto de una caja con espinas capaces de cortar a quien pusiera una mano encima. Si se ingiere, la planta restaura parte de la juventud, así que Gilgamesh no se iría del todo vacío. Gilgamesh cavó entonces un foso de enorme profundidad y, a continuación, ató dos grandes piedras a sus piernas y se precipitó al foso. Cuando llegó al Abzu, divisó la planta y la cogió, tras lo cual se liberó de las piedras y regresó a la superficie.
Una serpiente
Gilgamesh le dijo a Urshanabi que la Planta de las Palpitaciones (que es como se llamaba), sería útil tanto para él como para sus ciudadanos. La probaría primero en un anciano, y si realmente rejuvenecía, comería parte de la planta y plantaría el resto para las futuras generaciones. Pasaría entonces a llamarse Anciano Rejuvenecido. Al igual que hiciera en sus viajes con Enkidu, Gilgamesh y Urshanabi se detuvieron cada 20 leguas para hacer pan, y cada 30 leguas para dormir.
Durante una pausa nocturna, Gilgamesh avistó un estanque de agua fresca y decidió darse un chapuzón, dejando la planta en el suelo por un momento. Una serpiente se sintió atraída por el aroma de la planta y se la comió. Acto seguido el reptil rejuveneció mudando de piel.
Gilgamesh lloraba con más fuerza que nunca: había vuelto a perder. Le preguntó al barquero Urshanabi de qué servían ahora sus esfuerzos y sus hazañas, pues el animal se había llevado la poderosa planta. Lo que era aún peor: no tenía modo de regresar al lugar del que había arrancado la planta, y si hubiera dejado el barco donde estaba, habría vuelto a por otra muestra.
De vuelta a Uruk
Siguieron viajando durante millas y millas hasta que al fin llegaron a la gloriosa ciudad de Uruk. En ese momento, Gilgamesh habló con el barquero y lo apremió a escalar las imponentes murallas de la ciudad. Desde lo alto, podría ver la gran ciudad que el rey había reconstruido.
Y así termina la epopeya, con Gilgamesh pronunciado literalmente las mismas palabras que al principio, cerrando el círculo y haciéndole saber, tanto a su interlocutor como a los lectores, que el hombre que compuso la epopeya es el mismo que se embarcó en un viaje de aventuras y dolor, de miedo y coraje; el hombre que vio las profundidades y llegó a los confines de la tierra. Un hombre que se ganó su sabiduría y, pese a no obtener la inmortalidad, logró algo que lo distinguía del resto de la masa. Ese hombre era el rey Gilgamesh, y la hermosa ciudad en la que reinó era su legado.